De la ternura originaria
Acerca de madres, padres, abuelas y otras tantas cubiertas afectivas
Isabel Sanfeliu y Laura Díaz Sanfeliu
En Sujeto encarnado, Sujeto desencarnado. Estudios Psicosomáticos.
Madrid, Biblioteca Nueva.
“Comprender supone la limitación del objeto.
Eugenio D’Ors, Aforismos, Madrid, Casariego, 2005.
También exige su interior discontinuidad.
En los intervalos, cabalmente, es dónde se inspira la razón.
La razón fisga siempre entre rendijas”
Pero la sensación de debilidad permaneció, cantando en la sangre, circulando con ella. Ocupaba las venas y todo el cuerpo, como una coral llena una iglesia... Por primera vez y de manera sorprendente ella y su corazón se encontraban a solas. Y el temor se arqueó como un basto yugo sobre la espalda temblorosa.
Joseph Roth, El espejo ciego, 1973 (Acantilado, 2005).
Deseamos compartir cómo se gestaron las ideas que aquí recogemos. Como horizonte, reflexiones en torno a problemas psicosomáticos y a la importancia del tacto balbuciente en el sistema madre-bebé, cuyas huellas renacen más tarde en la tensión que ancla el síntoma. Ahí surge un a modo de pellizco interno al rememorar la imagen de mi hija envolviendo imperceptiblemente a la criatura recién nacida. Se reaviva lo experimentado contemplándola y comienzan así algunas reflexiones teóricas que ofrecemos a continuación.
Desde una maternidad vivida con plenitud, la regresión que se produce en una mujer cuando su hija acaba de dar a luz es muy compleja y plena de contrastes. De nuevo se percibe necesitada de protección y la que denominamos Ternura originaria se reactiva. El acontecimiento dispara un caudal de emociones en todos los implicados que salpica a la protagonista y su cachorro, pero la conmoción somática en esos instantes inaugurales, sólo le es dada experimentarla al sistema madre-bebé y, en otro nivel y a través de un potente movimiento regresivo, a la abuela que revive desde la identificación con su propio pasado ese momento.
Estos dos aspectos centrarán nuestra atención: Ternura originaria y la función de la peculiar cobertura que puede deparar la abuela materna, complementaria a la ya presente y necesaria función paterna. Un sencillo esquema orientará sobre la complejidad del entorno imaginario que matiza el primer encuentro vital, lo enmarcamos con dos sistemas en interacción, sociedad y familia:
Comienza la construcción de un sujeto, de un psiquismo que nace encarnado en un cuerpo que crece.
De muchos autores aprendimos que el proceso de mentalización, en concreto la imposibilidad de acceder a él, es clave para entender las patologías que se inscriben en el registro “psicosomático”. Proponemos pues, en primer lugar, considerar algunos aspectos que lo hacen posible.
LA SEPARACIÓN QUE CONDUCE AL PRIMER ENCUENTRO
REVISIÓN DE CONCEPTOS FUNDAMENTALES
Del Objeto y sus envolturas
El objeto en cada nivel de integración pesa de forma diferente; desde la vertiente de lo orgánico es elemento externo necesario, en la medida en que toda estructura biológica es un sistema abierto. El gen como unidad de replicación intenta iterar hasta el infinito su propia estructura y el objeto es un nutriente para permanecer en ese proceso. En otro lugar empleamos una metáfora de inspiración psicoanalítica: el gen crea mediadores para no estar en contacto con lo exterior de forma directa, de la misma forma que el aparato psíquico genera membranas para no exponer su delicada interioridad. El mediador del gen es el cuerpo y cada especie lo sacrifica de forma peculiar para resistir. En biología la historia es el relato de la evolución; en psicología, es la referencia a lo objetivo trasformado en objetal; finalmente en el nivel social, la historia es memoria del desempeño de estructuras grupales.
La reflexión de F. Dagognet, “sólo el hombre ha conseguido en un único movimiento atribuirse un interior y un exterior”, atisba la profundidad que puede alcanzar la dermatología, medicina de lo que se muestra (la clínica lo es de lo escondido). Y ahí se mueve el objeto, tan externo como interno, sin posibilidad de establecer diáfanos contornos en contra de lo que la engañosa apariencia parece ofrecer. Cerebro y piel no pueden separarse, son antena y decodificador; la piel es nuestra “avanzadilla”, por eso corre más riesgos, “juega el papel de cubierta, en la dialéctica interno/externo, de un afuera que no existe sin un adentro y viceversa”, añade la misma autora.
El objeto externo no es nada en sí, el significado se ha trasladado a la interioridad y la sombra del objeto interno oculta y anega al externo. Las primeras fijaciones significativas pasan a ser organizadores a los que el sujeto regresa ante la pérdida. El drama sucede de forma peculiar en cada vida concreta, con intensidad y ritmos distintos e irrepetibles. El objeto marca la construcción del sujeto, le dota de singularidad, de memoria histórica.
En torno al objeto internalizado, desde la primera incorporación oral, giran todas las relaciones humanas. Por otra parte, sabemos que la relación sujeto-objeto sólo puede prescindir de la complejidad que caracteriza a ambos de forma puntual cuando el estudio de ciertos procesos así lo requiere. Aquí sólo evocaremos algo de lo que acontece en el sistema madre-bebé, para pasar a enfatizar la porosidad del sujeto (madre) que comienza a devenir objeto tras el momento privilegiado del nacimiento.
El bebé no sólo encuentra al objeto, lo crea y se contempla en él, dijimos hace tiempo. Lo recrea, puntualizamos ahora. En ese momento de pérdida (que no otra cosa experimenta la mujer que ha parido), la madre es muy vulnerable, tanto su cuerpo como su narcisismo se desgarran, se exige una reacomodación neuroendocrina y, al mismo tiempo, sistema inmunitario y defensas psíquicas despliegan plena actividad.
Dos organismos luchan por adaptarse a una nueva situación, los sentidos se agudizan, el bebé se estrena en un espacio ajeno al saco amniótico y las paredes uterinas que le cubrían; ambos pasan frío, se buscan y el olfato permite reconocer en el otro algo propio. ¿Vulnerables? En cierto modo, pero también derroche de energía, ostentación de fuerza que desde el exterior se contempla con una amalgama de ternura, respeto, envidia…
Queda inaugurado el sistema madre-bebé, que venía gestándose en esos nueve meses de embarazo. El ejercicio de la función materna está sobredeterminado: desde la elaboración de lo acontecido en su recorrido vital, hasta la relación de pareja actual, lo transmitido por otras generaciones, el medio socioeconómico en que se desenvuelve o los incidentes fisiopatológicos del neonato. Tantos factores que deberían aliviar la excesiva sensación de responsabilidad que aflige a muchas madres y que puede provocar un nivel de ansiedad y exigencia que haga penoso el trayecto que con tanto éxito quieren atravesar.
Una mujer apacible tiene la expectativa de que su hijo también será tranquilo, si no fuera así ella se encargará sin duda de apaciguarle; pero a veces la inmadurez del neonato o los cólicos perinatales cobran protagonismo y desbordan por momentos al acogedor entorno que la madre propone.
Mamar hace presente la boca. El orificio existe en la medida en que algo lo llena, el objeto demarca. Además, el objeto induce en parte la pulsión que en él se descarga… la libido une pero,
“El erotismo primitivo del niño es egoísta, tiende a la posesión limitada de su objeto; se muestra celoso del placer que otros encuentran junto a la persona amada. Favorece las expresiones tanto de odio como de amor. En esta época, afectos y pulsiones todavía mal controlados ligan al amor del niño un componente de agresividad, incluso de crueldad.”
Karl Abraham
No será el pequeño el único en experimentar lo que aquí describe Abraham. El círculo afectivo más estrecho que le rodea se tiñe de la misma intensidad en esos primeros momentos. Fugaces pulsiones desbocadas pueden descubrirse, asimismo, en la madre, el padre, los hermanos o los abuelos. La calidad de estos vínculos incide en la capacidad de la estrenada madre para alcanzar a ser “suficientemente buena” en el decir de Winnicott.
Sadismo y sistema muscular se desarrollan en armonía. Y seguimos con Abraham que establece nexos con el desarrollo embrionario:
Durante un tiempo existe una conexión abierta entre el canal intestinal (recto) y la parte caudal del canal neural [cloaca]. La senda a lo largo de la cual serán transmitidos los estímulos desde el canal intestinal hacia el sistema nervioso, está señalada orgánicamente.
Karl Abraham
Cuando impere lo anal, la diarrea será expresión de rabia; la crueldad sublimada abrirá paso al miedo y la simpatía de forma que “la relación que mantienen entre sí estas fuentes de gratificación física y psíquica, es de la mayor importancia para la posterior conducta social del individuo” añade (p.247).
Las transacciones biológicas se impregnan de psicología, el erotismo anal traduce la actitud sádica hacia el objeto por la expulsión física de los excrementos (que se retienen si el afecto es positivo). Está claro que el psicoanálisis recogió desde el comienzo los ajetreos internos que caracterizan al humano.
La eyaculación precoz, tal como es concebida por Abraham en 1912, señala la expresión corporal inconsciente de un afecto. Además, la expresión poluciones bucales que recoge de un paciente con demencia precoz “como si se tratara de algo evidente”, cuenta que describe la saliva le caía de la boca tras un sueño excitante. La misma persona tenía, desde los cuatro años, representaciones de canibalismo con una nurse a la que quería mucho. A la hora de mostrar cómo se encarnan afectos, es muy gráfica la elaboración de K. Abraham sobre el canibalismo en la etapa oral: el mismo objeto satisface sexualidad y alimento, satisfacciones indisociables en sus orígenes donde el fin sexual es la incorporación del objeto… También en nuestra obra sobre anorexia recogíamos el relato de una paciente que en un sueño veía a sus padres en el mostrador del carnicero dispuestos para ser despiezados.
Winnicott (1941) dirá a este respecto que cuando el bebé se apresta a la incorporación oral, babea y protruye la lengua.
El impulso es imperativo y el medio un lugar necesario, complejo y azaroso donde se satisface. El objeto nunca es predeterminado, estático o específico, la re-presentación que procesa el sujeto también es objeto en sí, un objeto reorganizado permanentemente por otros. En esta indefinición se desempeña la riqueza de la vida psíquica y la figura materna, con la que el neonato comparte el dolor de la separación y el apaciguamiento del encuentro, es transmisora del humus social que les rodea.
Tras la penosa sacudida que supone verse desprendido del objeto al que se perteneció en la simbiosis inicial, se intenta negar la separación erigiendo la ilusión del otro idealizado que lo es todo y anula el peligro que despertó la diferencia. Ese objeto omnipotente sufre intensas demandas y la dependencia acrecienta la agresión. El encumbrado objeto no conseguirá responder por entero a tantas depositaciones, pero su función es acercar de modo paulatino al principio de realidad; la frustración del pequeño que tanta libido invirtió mudará en afecto envidioso. Las “cubiertas afectivas” del entorno, brindan apoyo a la madre para metabolizar con éxito la furia pulsional y los contrastes que depara el neonato.
La ternura originaria
La ternura, tejido envolvente en que el sistema madre-bebé se desenvuelve, protege de futuras somatizaciones en la medida en que “hace cuerpo” y prepara el acceso al símbolo y al proceso del vínculo. La ternura no se resume en una caricia, la musicalidad del lenguaje, su ritmo, el susurro o una mirada entrañable, alcanzan tanta consistencia como la solidez de una mano.
Por su parte, el contacto emite dos mensajes conexos: el del dedo que se desliza y el que surge en la zona acariciada. La milenaria medicina china saca buen partido de las tres potencialidades de la piel: dolor, calor, presión. El gesto automático que pone crema en una zona irritada, puede también investir, “hacer cuerpo” –si en otros momentos se acompañó de afecto-. Una atmósfera habitualmente apacible, la coherencia y consistencia del cálido arrumaco maternal, “vacuna” contra somatizaciones. Es obligado recordar aquí a Ferenczi y las consecuencias que observa cuando se confunden el lenguaje de la ternura (amor objetal pasivo) y el de la pasión (amor objetal con pretensiones de incorporación) .
Ternura proviene del latín tener. Si seguimos a Régine Prat, es definida como elección primaria de objeto basada en la pulsión de autoconservación dirigida a quienes proporcionan cuidados. Notemos que hace referencia a la experimentada por el niño hacia el objeto.
Aquí nos gustaría introducir la idea de Ternura originaria o primitiva, preambivalente, que caracteriza lo experimentado en el espacio casi indiscriminado en el que comienza a desplegarse el sistema madre-bebé. Es la ternura que conmociona, entrañable en el sentido más estricto del término, que nace en las entrañas, la más somática por estar sometida todavía a las leyes del proceso primario. Viene ligada al temblor, al escalofrío y al dolor, es el irracional alivio que hallan dos cuerpos fatigados. Su función es recubrir y apaciguar tensiones ofreciéndose como alternativa a la descarga.
La ternura como placer de órgano puesto en función durante el alimento que detalló Fernando Ulloa, podríamos quizá ubicarla en la transición desde el momento por nosotras descrito, al de un esbozo de maduración en el que la madre ya se contempla nutriendo al hijo; no es lo aglutinado-fusional a que antes hicimos referencia. Ulloa define además otras dos formas de representación del concepto, la poética y “en cuanto teorema psíquico” observable en la primera relación donde hay un convidado de piedra fundamental, el padre, sus sustitutos, las normas, el tercero. No olvidamos tampoco el apego de Bowlby(1950) o el amor primario de Balint (1952), no ligado a ninguna zona erógena y donde las metas instintivas recíprocas son interdependientes; es posible que hablemos de lo mismo con énfasis en distintos aspectos. Lo que quizá singulariza nuestra propuesta es haber atravesado como madres –no sólo como hijas- el momento que describimos como ternura originaria; de ahí el énfasis –más allá de lo meramente teórico–, en lo somático de ese instante.
Ternura originaria en tanto germen de esta egoísta emoción anclada en el gozo con lo que todavía es una misma, en la ilusión de inmortalidad alcanzada por la transmisión.
Luego llegarán otras ternuras, también necesarias pero con mayor carga de mentalización al estar matizadas por las singularidades del proceso secundario. La que sostiene el nieto ya niño, pertenece a esta segunda categoría, es juguetona, afable y cargada de complicidad. Muchos momentos y protagonistas podrían desfilar como ejemplo de “ternura secundaria”; seguro que encontrarían acomodo en una clasificación más amplia. Por mencionar alguno: cuando el afecto acompaña a un momento regresivo, la ternura en la pareja empapada de erotismo en mayor o menor medida, la evocada desde la asimetría por la indefensión del otro, la que suscita el cachorro al que es difícil no brindar cobijo. Los padres ya envejecidos arrancarán, si el vínculo fue gratificante, ternura entrañable y tiernos cuidados pero, como objetos emancipados –aunque dependientes–, dentro de lo prescrito por el proceso secundario.
La ternura también permite desplegar cariño alejando el peligro incestuoso, es un práctico filtro que acompaña nuestra existencia. Otro de sus cometidos es desactivar la violencia: la de cada uno de los dos integrantes del sistema madre bebé, la de su esbozo de vínculo y la que supuestamente puede amenazar desde el exterior.
Lo que por nuestra parte consideramos una pequeña aportación a todo lo escrito sobre el tema, es un momento fugaz con dos protagonistas, tres a lo sumo, si permitimos el acceso a la abuela que en un peculiar movimiento de fusión atemporal, envuelve de nuevo a su pequeña, ahora convertida en sistema madre-bebé. Lo retomaremos en unas líneas.
Narcisismos
Persistente complemento del objeto cuyo narcisismo rodea y abriga al neonato nutriendo psique y soma. Objeto y narcisismo son constituyentes del vínculo, punto de arranque de la vida psíquica, “vínculo que se verá amenazado por el narcisismo primario y, más tarde, por la pulsión de muerte” . Algunas puntualizaciones del mismo autor: narcisismo primario remite a anobjetalidad, lo que no significa ausencia de sujeto sino de la estructura psíquica que emerge apoyada en elementos puente. Precisamente la diferencia cualitativa con el narcisismo secundario es que este siempre requiere del objeto para definirse.
El narcisismo primario le lleva a Green a cuestionar: ¿estructura o estado?, ¿pulsiones al servicio del aparato psíquico o viceversa? “El narcisismo no es tanto un efecto de ligazón como de re-unión con ilusión de autosuficiencia, el Yo forma pareja consigo mismo a través de su imagen.” En palabras de Caparrós: “El narcisismo primario es una totalidad aniquiladora en la medida en que sólo remite a sí misma, nada queda excluido y a nada incluye… En rigor es inhumano y desde el plano biológico, una vez seccionado el cordón umbilical, efímero y discontinuo”.
La relación de amor primaria une separando, Racamier lo expresa así: une en la medida que diferencia y distingue en cuanto que reúne; esa es la paradoja original de la seducción narcisista.
Lo económico y lo topológico en juego construyéndose a la par, invisten al objeto –desde la orientación centrífuga– y al futuro Yo –centrípeta–. Cuando libido narcisista y objetal se discriminen, la inhibición pulsional o la sublimación entrarán en juego y el pequeño accederá a ser social tras vencer las pulsiones que pujan por tornar al estadio anterior (el Eros materno también puede desear la “reintegración del producto de la creación”).
Narciso se contempla desdoblado, se ama en tanto sujeto y objeto, aislado del entorno; en el horizonte, el narcisismo secundario avanzará entre la satisfacción y la renuncia. Cabe traer a colación el “fantasma del doble” tratado en psicoanálisis por distintos autores y aplicado con diversos matices. Para Freud el doble es esencialmente figura del narcisismo originario, “corresponde a una regresión a épocas en las que el Yo todavía no se encontraba delimitado del exterior”, es un retorno a la rivalidad y el odio presentes en el amor al semejante y a los que trata de conjurar. El doble, figura de inquietante extrañeza, suscita angustia de separación y de castración. Esa misma idea sirvió a Dostoievski para gestar la eclosión esquizofrénica del protagonista de su novela.
La mujer preñada encarna el mito platónico del andrógino, un cuerpo para dos hará más posible que nunca la efímera ilusión de bisexualidad como defensa narcisista frente a la angustia de castración aunque, paradójicamente, sea la gestación uno de los hechos que pone más de relieve la diferencia de sexos. Gaia, tierra madre inicial, no necesitó unión alguna para engendrar. Tras la separación, la pérdida del objeto que por nueve meses encarnó ella misma, refuerza el principio de realidad, salvo que una pobre organización psíquica de la parturienta mantenga la ilusión de autosuficiencia con el consiguiente empobrecimiento del sistema inaugurado. La herida narcisista requiere de un proceso de duelo para incorporar el objeto perdido.
Esther Bick ofrece una divertida semblanza del bebé en ese instante de vacío: es como el astronauta que perdió su nave. Paulatinamente, miradas, caricias, melodías, cenestesias y motricidad delimitarán una “nueva nave” en un espacio a descubrir que, a diferencia del anterior, habrá de compartir con nuevos objetos y en el que irá delimitando su propia imagen e identidad. Identidad con la que reconocerse miembro de una especie, con la que significarse y hacerse reconocer miembro de su comunidad.
El alumbramiento permite que se desplieguen dos parejas de dobles narcisistas especulares: la madre con su bebé y la madre de esta frente al sistema conformado por el anterior. El representante afecto viene descrito como sentimiento resultante de un rastro previo, que se mantiene y actualiza por repetición de una experiencia que activa y recupera la vivencia primitiva.
Los dolores de parto avivan la huella del que nos alumbró, las vías sensoriales transportan estímulos sin representaciones y excitan sensaciones dormidas. Es lo que facilita la autocomplacencia en el primer atisbo de la criatura con la que se compartió un espacio psíquico imaginario, y la irrupción de la ternura que amortigua el flujo de impulsos. Es también lo que nos invita a recoger la alegoría del doble como figura por excelencia del narcisismo originario.
El doble corresponde a una identificación todavía inestable entre el Yo y el objeto; R. Kaës describe el doble narcisista y el gemelo imaginario como algunos de los componentes del doble fraterno. El doble también es resultado de una liberación en el hermano de los investimientos destructivos dirigidos a la madre; en otros casos, sustituye a un objeto perdido. Respecto al complejo fraterno, Kaës presiente, tras los hermanos aglutinados en la madre como objetos indiferenciados y amenazantes, la nostalgia de la unidad perfecta. También un hermano muerto puede incorporarse como intruso hostil y amenazador.
Las tormentas afectivas (A. Green) son amenaza ante la identificación con la “madre muerta”, un objeto ambivalente con el que sólo puede mantenerse contacto “mediante la eliminación del funcionamiento mental del Self en un vacío paralizante… La capacidad de representación afectiva se destruye y es reemplazada por una actuación violenta y/o una somatización.” La experiencia de un paciente fronterizo le servirá para ilustrar el esfuerzo por eliminar la representación del conflicto mental en busca del estado de quietud que proporciona la experiencia de satisfacción.
El Ideal del Yo se forma cuando el niño debe renunciar a su narcisismo primario al que sustituye, el narcisismo descubre también al objeto del que emana. Cuanto más se idealiza al doble, más exigente y persecutorio resultará; el caso clínico que luego mostramos es un claro exponente de ello. Por su mediación quedará también patente el intrincado retículo que forman la somatosis y la patología narcisista, “lo somático se anuncia por medio de lo que no está”.
Identificaciones
En otra ocasión ya insistimos sobre la persistencia del proceso identificativo que a lo largo de la existencia de un sujeto sigue modificando su estructura. Pero en la identificación primaria, la distancia entre los dos polos es tan exigua que el mismo movimiento trata de anularla restableciendo la totalidad inerte, sin diferencias ni matices. El neonato amanece al psiquismo contemplándose en la madre que a su vez se percibe en él.
La identificación primaria, primitiva y precaria discriminación, abre camino a posteriores diferencias. E. Bick propone la noción de identificación adhesiva, las introyecciones necesitan un espacio con límites y será el pezón en el acto de mamar el encargado de inaugurar lo topológico haciendo presente el orificio de la boca. En el vacío absoluto no cabe nada.
Más tarde llega el proceso de identificación especular, donde los significantes no verbales analógicos que transitan entre madre e hijo, juegan un papel básico en el avance hacia la conquista del símbolo. La capacidad de simbolizar trasciende a los dos sujetos implicados en la identificación y la posible reflexión trae consigo su exteriorización en la palabra: el sujeto puede pensarse a sí mismo y adquiere identidad.
Lo especular en estos momentos es una metáfora que traduce el modo en que la expresión materna organiza la acción del bebé a través de la densidad de su mirada; piel, ritmo, olfato, boca y ojos constituyen el soporte en que intercambian sus mensajes: fusión, angustia, tensión, rechazo, gozo… depositaciones masivas, sin matices, estos sólo llegarán con el proceso secundario.
Los rasgos fisiológicos que caracterizan una rama familiar y en los que el sujeto se ve reflejado quizá con orgullo, tal vez con rechazo, allanan el camino de las identificaciones; lo siniestro, lo familiar y extraño que se atisba asimismo en el enamoramiento y que mencionamos al hablar del doble, alientan la identificación. Un matiz que recalca lo ficticio de la separación psique/soma.
La colisión entre las exigencias de las realidades interna y externa es el motor que dinamiza el proceso identificativo. La identificación es también una propuesta del otro, de los otros incorporados en su momento por el objeto; la relativa subjetividad que alcanzamos, se construye a través del recorrido desde la impulsiva descarga en el objeto hasta alcanzar el amor libre del ansia devoradora. Mientras no se alcance esa diferencia con el objeto, angustia y dolor seguirán entrelazados.
Hacerse Sujeto: sobre el proceso de Mentalización
El concepto es definido por Smadja como sigue: “Aptitud para tratar y elaborar los representantes psíquicos de la pulsión según las dimensiones cuantitativa y cualitativa” . Los defectos de mentalización apuntan al fracaso de la realización alucinatoria del deseo y a dificultades con representación y simbolización.
Desmentalizacion o desorganización en Marty, fugaz tránsito ineludible tras el parto… Momento que conjuga violencia y ternura desmesurados, condensa separación y vínculo, soma, emoción y el primer atisbo de psiquismo, gozo y dolor. Afecta tanto a la cantidad como a la calidad de las representaciones que se limitan a registrar hechos en un a modo de cadena asociativa desvitalizada. La manifestación somática no simboliza el conflicto.
En el «cuerpo del vacío» se experimentan los estremecimientos que llamamos sensaciones. Vacío y pérdida -tras expulsar lo persecutorio- que suscitan modos de funcionamiento psíquico. Las acciones directas y la atmósfera del entorno asignan sentido sometiendo a la angustia que estremece.
El pensamiento operatorio da paso al balbuciente significado y la motricidad colabora sólidamente en ese transcurso de la prementalización, el desinvestimiento y la ausencia de representación, al espacio interno, la comunicación, el vínculo y la relación de objeto. El pensamiento nace de la frustración, apuntó Bion.
Marty describe la situación a través del desarrollo de la depresión esencial, sin objeto, en cuyo derredor gira la vida operatoria; son depresiones sin expresión ni sintomatología mental (no existe manifestación de sufrimiento ni culpa, tan sólo disminuye el tono y se formulan quejas corporales erráticas o fatiga). “Las depresiones con expresión pertenecen al registro de lo psíquico, al espacio de la mentalización”, agrega Caparrós. La función materna actúa como apoyo exterior que vigila los movimientos del bebé y los interpreta desde la identificación con él. Si fracasa, se produce una desorganización parcial. La madre debe investir afectivamente con un apropiado equilibrio (sin carencias ni excesos).
El maternaje que la función paterna ejerce sobre el sistema madre bebé en esos momentos de inmadurez inicial, puede verse complementado por la función envolvente y de equilibración de la abuela agitada visceralmente por la ternura originaria, como antes apuntamos. Unos y otros, los objetos “suficientemente buenos” implicados en la escena, ejercen misiones que oscilan de la estimulación a la paraexcitación y que requieren implicarse a niveles disparejos.
Siempre resulta fértil recurrir a Laplanche y Pontalis; escogemos para cerrar este apartado un comentario sobre la pulsión que aparece en su vocabulario psicoanalítico: “El tramo somático de la pulsión corresponde a la fuente, tensiones internas de las que el sujeto no puede escapar. El tiempo psíquico se compone del destino, los objetos a los que se adhiere, y del fin al que tiende”.
UNA PECULIAR FUNCIÓN: LA ABUELA MATERNA
El ambiente donde se desempeña la ternura originaria, los vericuetos por donde discurren las sucesivas identificaciones y la paulatina construcción del infante desde el seno mismo del sistema madre-bebé son envueltos a su vez por una insensible pero no por ello menos real envoltura que encarna de manera sui generis la abuela materna.
La madre con-templa a su hija madre
Mirada que nutre e inscribe espacios frente a la que acapara. Delimitamos dos etapas que marcan con distinto signo este miramiento. En la primera, la ternura primaria “templa con”, atempera, desde la reviviscencia de necesidades básicas en ese momento; muy pronto la segunda suma el discurso racional a las emociones.
La hipótesis de que el momento del parto reaviva el propio nacimiento ha sido muy trabajada por el psicoanálisis, nuestra propuesta pone énfasis en el eco más lejano y más inesperado que se da en una espectadora. Ya comentamos que en la abuela materna puede renovarse también lo más arcaico, rememorando su propia maternidad de forma que, en ella, no sería el neonato el primer depositario de esa Ternura primaria, sino la hija en la que se funden presente y pasado, la hija con la que se identifica y a la que protege o arrulla en lo imaginario, la hija a través de la cual la emoción alcanzará a cubrir el sistema que conforma con su bebé, al punto que los pechos que ya reposaban en la menopausia transmiten una sensación de plenitud que parecería capaz de saciar a los dos agotados intérpretes.
Tras el parto, llegan las primeras escisiones, de la simetría a la segunda etapa que cubre enseguida la fugaz turbación: “nace la abuela”. El espacio cobra otra dimensión y la unidad “sistema madre-bebé”, se desdobla en hija y nieto/a, cada cual con desiguales necesidades. Frustración (aceptación del límite de un espacio que le es vedado) y regocijo (delegar responsabilidad deja más libre) en esa distancia desde la que admira, observa, acecha… La hija “crece” y su mirada oscila de la pareja al hijo, la abuela está, mora en el lugar de la consulta, el consejo. La intimidad sólo es posible tras la separación y una especial complicidad con la hija se inaugura en el proceso.
La calidad y cantidad de afectos implicados obviamente tiene el sello y el sesgo que imprimieron los anteriores eslabones de la dinastía. El momento pone a prueba el vínculo, pero como veremos en el próximo apartado, sorprenderán muchas mujeres que fracasaron como madres y, por circunstancias diversas, ejercen un magnífico papel de abuelas para desesperación de la “madre mala” que siente encarnar la biológica. En estas mujeres, la envidia y el menosprecio por la hija con la que se fracasó, están muy lejos de la contemplación que cumple la función contenedora que venimos dirimiendo. La distancia generacional que separa abuela y nietos reduce al máximo ambivalencias en ambos polos de la relación, la batalla edípica no debe librarse aquí. Para que la hija no fracase como madre en el supuesto que planteamos, tendrán que haber intervenido y estar interviniendo otras cubiertas afectivas más eficaces.
La maternidad es una prueba para el narcisismo materno. Está abocada a la separación, al tiempo que el bebé de los primeros días es un objeto para ella; la separación es inevitable y producirá en la madre una herida narcisista. A este respecto se abre una nueva relación genuina entre abuela y madre en la que aquélla puede actuar de restañadora de la herida que el propio crecimiento infantil infringe a su progenitora.
Resumimos de manera sucinta: Encuentro de fantasmas de la abuela cuando madre y de la madre actual cuando hija. Momentos progresivos y regresivos en ese intercambio. La hija debe dejar de serlo para convertirse en madre; la abuela debe dejar de ser madre para convertirse en abuela, este cambio de papeles no se efectúa sin resistencias. Función de sostén y contención por parte de la abuela en el mismo sentido en que R. Debray define para el padre. Ahora la abuela vuelve a ser madre y la madre torna a su anterior papel de hija. En contraposición con todo lo anterior aparece también el corte generacional.
La abuela retoza con el bebé
Retoza, arrulla, enreda, aquieta… todo remite a la desinhibición de los juegos de infancia. Ahora el envoltorio o cubierta que contiene y ofrece la posibilidad de desligarse de lo real y abandonarse –a través de la emoción– a fenómenos más propios de la vida somática, son los nuevos padres. La historia emerge con perfiles propios entre la abuela y el bebé al que se ha desplazado la presencia fantasmática de la hija. Los fantasmas maternales de la abuela se activan a través del nieto que incorporará así la marca de la maternidad de ella.
Y ahora sí hablamos de abuelos en general, de aquellos que tienen el privilegio de poderse abandonar en travesuras con el nieto. Ternura, mucha, pero a diferencia de la que enunciamos como originaria, esta viene impregnada de símbolos y representaciones; sale del cuerpo, aunque en menor medida; es irracional, pero sólo relativamente. Proceso secundario en el adulto abuelo, primario en el pequeño.
El regocijo rejuvenece y en algunos momentos los papeles se reparten al azar de forma que los hijos pueden verse riñendo, entre atónitos y enternecidos, las pillerías de sus padres con el pequeño. En ellas el cuerpo cobra el protagonismo propio de las primeras experiencias vitales, ocupa y delimita un lugar, relegando la exigencia reflexiva que rechaza la irracionalidad y las manifestaciones corporales como objeto de saber.
Es obvio que existen casos menos saludables para todos los implicados. Recogeremos a este respecto un relato de M. Yourcenar sobre la infancia de Mishima:
“La abuela es un personaje… esa inquietante pero conmovedora anciana parece haber vivido en sus apartamentos donde procuraba al pequeño una vida de lujo, de enfermedad y sueños… el niño más o menos secuestrado, dormía en la habitación de su abuela, asistía a sus crisis nerviosas… Como el niño retenido por la madre, amado, demasiado amado, sin que el padre acuda a liberarle para convertirse en hombre”.
Los términos «abuelo» o «abuela» no existen en la obra teórica de Freud; su función ha cambiado con el paso del tiempo. Podríamos aventurar que gozan de más independencia y menos autoridad. Para otros la evolución histórica resulta menos gratificante, perdieron atributos y adquirieron responsabilidades: son abuelos que sustituyen las doce horas del día a los padres que trabajan, abuelos de acogida a los que se exigen las entrevistas y exámenes que se realizan a familias ajenas al menor, abuelos utilizados como comodines a quienes se les arrebata privacidad. Como todas las crías del mundo animal los bebés deben separarse de sus madres y son ellas quienes parecen saber cuál es el momento oportuno para invitar –con contundencia si fuera necesario– a explorar mundo. En el ser humano este proceso es más complejo y la vertiginosa sociedad actual no siempre permite individualizar los ritmos. Con los abuelos trata de paliarse el desarraigo temprano que puede imponer el fin de una baja maternal. Es un tema sobre el que aquí no debatiremos.
Nos quedamos entonces con la “función piel” de los abuelos, piel que rebulle por ambas caras, piel de la que algo muere permanentemente (queratinización) caracterizada por un dinamismo de renovación constante. Vivimos en órganos encerrados unos en otros, encerrados en sí mismos, y los envoltorios se suceden en capas más allá de lo que alcanza la mirada.
Pequeña viñeta de una piel que habla precozmente:
Clara inicia la guardería con cuatro meses. Aparentemente esta separación tan temprana no afecta ni a la madre ni a la niña, sus padres afirman que siempre han tratado de que sus hijos se hagan mayores muy rápido. Durmió mal hasta los cinco años, tenía dermatitis atópica y era muy inquieta (como es habitual, no está claro qué fue primero), pero parece que se relajaba cuando ocasionalmente dormía con sus padres, a los que señalo ¿parece que le picaba menos? Asienten sorprendidos “¡es cierto!”. A falta de muchos detalles se puede intuir que la conjunción de unos “genes inquietos” (heredados probablemente del padre) y una separación temprana produjeron en Clara cierta falta de contacto que facilitara la elaboración de sus angustias.
“¿Por qué situar el afecto en lo inaccesible si no para intensificarlo?” La piel no es un saco, en ella se inscriben las principales funciones del organismo, lo profundo, lo escondido, nuestro origen, el retorno al lugar secreto en el vientre materno.
DE ESOS HIGOS SEMPITERNAMENTE VERDES:
LA TRANSMISIÓN
Mis abuelas me hicieron la abuela que soy.
Cuando la mirada gira de la generación precedente a la que se inaugura, la transmisión se efectúa en una doble dimensión entre genético y epigenético, entre herencia y ambiente, entre narcisismo y cultura; el bebé es el emergente sintético de todo ello. El cariño germina ligado a la memoria, los cachorros despiertan ternura inespecífica, el afecto de la familia por el neonato está en principio marcado por lo imaginario, lo singular que en él se proyecta. Completará un proyecto, amenazará privilegios… el sentido marcará el signo de la emoción.
La búsqueda de lo parecido contribuye a reforzar identidades. Referimos en su momento identificaciones proyectivas que la madre lanza al bebé como inyecciones de omnipotencia que alimentan el placer narcisista del niño; también, cómo excesos o carencias generan patología. Si la sensación de torpeza levanta ansiedad, la madre se precipita a anular frustraciones y los deseos tendrán serias dificultades para abrirse paso. En el otro costado, aunque con análogas secuelas, ideales narcisistas muy marcados crean un Ideal del Yo megalomaníaco; la mujer que, negando su propia castración, no deja resquicio a la dificultad, promueve pasividad y masoquismo o quizá la rabia narcisista descrita por Kohut. La madre empieza a odiar al bebé incluso antes de que haya nacido (Winnicott ,1949); conciliar los extremos de la ambivalencia resulta ciertamente complejo; otros cercanos (el padre no es el único) ejercen con ella –en otro plano-, la importante función que la mujer desempeña en el sistema que conforma con el hijo, las cubiertas afectivas se superponen y la emoción circula por las arterias que las enlazan. “Para que el potencial heredado tenga la posibilidad de actualizarse en la persona, es preciso que la provisión ambiental sea adecuada”, expresa N. Caparrós.
El organismo nace de un ensamblaje de tejidos y órganos que se necesitan entre sí. Los traumatismos no metabolizados por la generación anterior prosiguen en la siguiente; vivir implica atravesar duelos que se repiten en cada generación: duelo parental, conyugal (la pareja en la que se incluye el tercero con la llegada del primer hijo), el duelo de y por los hijos… Los duelos y pérdidas traumáticas de los que se sabe implícitamente, que no se mencionan, inscriben identificaciones alienadas que por su condición de no representables, de energía sin investimiento, también se inscriben en el cuerpo. Vestigios de lo que pudo darse en esa cripta se filtran a través de personajes secundarios (como los tíos, sobre los que pesa el secreto con menos severidad). La ya nombrada figura del doble también puede encarnar un retrato repetido a lo largo de generaciones (abortos, niños muertos…). Ciertas culturas utilizan de forma consciente la piel como escenario en el que mostrar identidad o pertenencia a través de pinturas, escaras, etc. Es otro contexto en el que se percibe el unísono latir de psique y soma.
Una cuestión más atañe a nuestro propósito: ¿cómo se superponen la representación corporal de la enfermedad y su consideración social? Muchos pueblos establecen vínculos entre desórdenes fisiológicos concretos y ciertas transgresiones normativas, tanto en lo que concierne a un diagnóstico como a su tratamiento. La cultura somática propia de un colectivo (dónde radican placer y dolor), se incorpora por un sujeto a modo de actividad motriz casi refleja. Hasta la forma de movernos varía en función de la cultura recibida, las maneras del parto o la manipulación del bebé, son elementos que dan cuenta de configuraciones corporales definitorias de una colectividad, su estructura social e incluso del tipo de enfermedad mental dominante.
La presión en los padres que se estrenan y que les enfrenta a más de un dilema, no proviene sólo de ancestros más o menos alejados en el tiempo. Podemos añadir la culpa inherente a la madre trabajadora (es difícil contener la angustia del bebé cuando el despertador amenaza) y, por qué no, exigencias “académicas” de las que damos un ejemplo: en webs y revistas especializadas se encuentran dos métodos confrontados sobre cómo ayudar a dormir a los niños; muy escuetamente: dejarles llorar hasta que se cansen o incorporarles al lecho parental. Los métodos estandarizados (lactancia a pedido o pautada –otro ejemplo–), interfieren con la necesidad del bebé: ser escuchado como sujeto único con necesidades diferenciadas. Tanto el costado “marcial” como el “todo vale” olvidan la vía de aprendizaje que despliega la irritación. Es importante saber poner límites, también lo es contener el llanto angustiado de un bebé. Una pediatra –y madre–, protestaba a su modo de los excesos modernistas: “¡parece que si cantas una nana a tu hijo estás cometiendo un pecado!”.
A través del llanto, el bebé evacúa la tensión pulsional al tiempo que informa de los disestares que le aquejan. Para Mahler es una señal de tensión que, si es excesiva, sume a la madre en la simbiosis, convirtiéndola en objeto angustiado al que por otra parte, el pequeño necesita. En otra etapa, el castigo ya fue desentrañado por Freud como lugar de conexión entre experiencia corporal y displacer. El organismo se despliega en el espacio y en el tiempo, sometido a la exterioridad por el primero lucha contra ella. El llanto expulsa objetos dañinos, trata de arrancar para sí – desde un oceánico imaginario– lo real que necesita y se escabulle (pulsión de apoderamiento); también el llanto impulsivo madurará hasta alcanzar la intencionalidad.
Y qué decir sobre la función de la palabra en este tiempo de transición… Tanto que diremos muy poco, una referencia a un hecho muy común, la jerga que singulariza el léxico de una familia a partir del chapurreo de los que en algún momento fueron los pequeños de la casa, pontolontes, paranosotros, labancearse, etc., los padres retienen la voz y se divertirán transmitiéndola a nietos que a su vez… Las particularidades de cada grupo tamizarán el calado de los galimatías. La consulta psicoanalítica otorga un lugar privilegiado al lenguaje, transmitimos palabras de Anzieu: “El psiquismo se puede tocar de otra forma que tocando el cuerpo, eso es ser psicoanalista”.
El objeto transicional surge en el momento en que se produce la primera separación. Ayudan también a restañar la herida arrullos, mecidas, canciones o cuentos. Arrullo y palabra no son lenguaje, son cosas marcando huellas hacedoras de inconsciente expresó F. Ulloa. Y la nana conduce de nuevo al eje de nuestro trabajo…
Pero, ¿dónde se encuentra la abuela en los momentos en que “ejerce” como tal? ¡¡Consiguió poder viajar a través del túnel del tiempo!! Los años facilitan la superposición a veces a ritmo enloquecido de escenas infantiles arrancadas de fotos ya ajadas, de relatos transmitidos o de sensaciones reavivadas, con un pasado más reciente en el que se entrelazan responsabilidades y gozos pertenecientes a sus propias maternidades, matices que individualizan lo que conmovió de cada hijo… Conjuntamente, el presente incorpora “sus pixeles” y la fantasía se encarga de dibujar expectativas y temores en un inquietante o enigmático futuro.
A los primeros escarceos y ensayos con el movimiento van ligados los juegos, esos rituales infantiles que introducen humanidad en el bebé; goce y preparación para un futuro que ya se hace presente en el “como sí”. Cuando el cuerpo de los abuelos entra en –el– juego, la atemporalidad surge de nuevo; sin saber cómo recuperan agilidad, fuerza, se hacen modelables y la sensación de ridículo que inhibe al adulto se desvanece. La emoción atenuó las arrugas talladas por los años. El juego no es un fenómeno aislado, cada familia, cada cultura o etnia le dota de símbolos peculiares. Juego se opone a seriedad, jugar es gratuito, una actividad aparentemente inútil pero que constituye, a través de ese retozo, el primordial organizador del psiquismo. En el ser humano jugar es conveniente, en el niño es una necesidad. Jugar inaugura la fantasía, enriquece el mundo interno e impide con provecho el apresurado ingreso en el proceso secundario. Jugar es salvaguarda ante el faso Self. Y los abuelos disponen de tiempo para ello.
De inconsciente a inconsciente, los objetos se encargan de transmitir, a través de los símbolos que llevan consigo, las relaciones de filiación que permiten alcanzar lo ontogenético.
LAS CUBIERTAS MASCULINAS
Padres y abuelos estrenan matices en su vínculo aliviando con cierta complicidad el sentimiento de marginación en el parto. No es habitual que el “rey de la creación” ceda protagonismo a “su costilla”; lo lamentable es que esta encuentra a veces en la maternidad el arma para su venganza. Queda todavía lejos una sociedad igualitaria, pero la intransigencia no hace avanzar más rápido. Feminismo y machismo estafan al sujeto. Una anecdótica conversación adjudicada en España a un mejicano ilustra al respecto: “¡en mi pueblo somos todos muy machos!” a lo que responde nuestro españolito: “pues en el mío somos la mitad hembras y la mitad machos y lo pasamos estupendamente”.
La aparición de Isha, la mujer, funda al propio Adán (Ish: hombre), que antes estaba inmerso en una suerte de narcisismo primordial. Con ella se inaugura la finitud frente a la inerte eternidad, el sujeto y el objeto, la diferencia y el deseo. Diferencia no implica ruptura, franquear cierta distancia es tan mortífero como el bullir fusional; vida y vínculo exigen la longitud que permite al imán suficiente magnetismo para atraer lo alejado. Hembra/varón, psique/soma, positivismo/elucubración, pensamiento/acción, bueno/malo… ¡cuántas dicotomías!
Ahora volvamos a la cuna. El narcisismo femenino engrandecido por el privilegio que le otorga la maternidad, puede caer en la tentación de dejar relegado al hombre que puso en marcha y acompaña el proceso. Por otro lado, la menor implicación corporal de los varones protagonistas les permite ser contenedores de la aventura entrañable y trascendente que estamos describiendo. La cesárea es un caso peculiar que conlleva inconvenientes pero da protagonismo al padre. Hay ciertas funciones que la mujer que se recupera de una cirugía no puede desempeñar; “papá”, en general en segundo plano y bastante perdido, se encuentra con el hijo en brazos y debe tomar el mando de la situación iniciándose en los cuidados del bebé que luego enseñará a la madre.
El varón se implica cada vez más, más allá de la contención de la diada; delega en la madre la función nutricia, tarea supuestamente muy placentera pero que, por cierto, en sus comienzos no lo es tanto. Consejos y juicios se confunden y menoscaban la escasa seguridad de la incipiente amamantadora: “¿son adecuados tus pezones?”, “¿se engancha ya?”, “este niño tiene hambre”, “así no le dejas respirar”; “lo que tienes que hacer…” esa es la frase que acompañará inevitablemente a la crianza del retoño. La calidad del vínculo de la pareja dictará la porosidad con la que el hombre filtre ese aluvión.
Pero función materna y función paterna no tienen equivalencia directa con lo que hacen madre y padre; función materna: simbiosis/separación; la segunda: vía que conduce del otro a los otros. La simetrización de tareas en la sociedad actual enreda a veces su articulación, pero también, por ejemplo, facilita la expresión de ternura en el hombre. Guétmanov, al despedirse de sus hijos dormidos para ir al frente recuerda: “estaba abrumado por una ternura impotente, un amor incontrolado; se sentía perdido, turbado, débil”. El vértigo de lo que puede ser un adiós definitivo, conduce su dolor a la conmoción descrita a propósito de la ternura originaria, sin representación.
Winnicott señaló que en las primeras fases de la vida el padre sólo existe en la medida en que desarrolla funciones maternas, también que el objeto intermediario se intercala entre el bebé y el pecho materno. Rosinne Debray complica la diada madre-bebé ampliándola con el padre; el valor específico del padre en este periodo es el desempeño de funciones de contención y sostén para con la madre cuando esta se ve desbordada en su capacidad continente, evitando así que el bebé quede expuesto a la crudeza de su propia inermidad, una vez fracasadas las funciones maternas esenciales. La novedad que presenta la aportación de Debray consiste en señalar influencias indirectas en la diada madre-bebé encarnadas en la figura del padre.
Creemos que estas consideraciones se hacen extensivas a otra forma sui generis de triada que integra a la abuela materna, aunque la situación aquí sea más complicada. Un sujeto es lo que cree ser; si padre o abuela se sienten útiles como cubierta afectiva del sistema madre-bebé, ejercerán esa función con provecho, salvo que se enreden emociones cruzadas y competencias entre el padre que teme y desea “manejar” al hijo y la abuela que esgrime su experiencia como emblema de poder.
Obviamente habrá más implicados con alto nivel emocional. El claustro materno, devenido sistema madre-bebé, se enclaustra a su vez en otros epitelios henchidos de buenos propósitos.
Mucho más habría que añadir sobre el padre que inaugura un papel práctico que afianza su identidad como tal: la frustración de no ser nutriente, el alivio al no serlo, la envidia ante el tercero (hijo), la pertenencia que le erige en protector de la manada, la exclusión… No olvidemos que el Complejo de Edipo contiene también aspectos que atañen a la negatividad: estar excluido de, “no estar en”, todo ello implica al fin y a la postre el encuentro con el Sí mismo, el acabamiento del Self.
Dejamos este apartado recordando una reflexión de Husserl:
“El cuerpo no se puede pensar independientemente de la triple cuestión de la constitución del Otro como fundamento del Sí mismo, de la intersubjetividad como condición de la objetividad de los fenómenos (el mundo), de la inherencia del cuerpo en el descubrimiento de la subjetividad y su temporalidad”.
Y el comentario de Fedida al respecto:
“La noción de aparato psíquico, tal como Freud separa el esquema tópico y el económico, subraya la separación permanente entre la consideración de los fenómenos orgánicos y la descripción empírica de las manifestaciones psicológicas. Si el aparato psíquico es la ficción necesaria para colmar esa brecha, es decir, para dar cuenta a través de la interpretación de lo que pasa en cada uno y de lo que no siempre se tiene conciencia, confiere al psicoanálisis los medios para un nuevo desciframiento de lo somático.”
POR QUÉ SOMATIZA SANDRA MIENTRAS SU HERMANO TIENE UN BROTE…
Este caso muestra las soluciones que encuentran dos hermanos ante una madre con grandes dificultades para conducirles al proceso secundario. La cobertura ofrecida por la abuela paterna desde su nacimiento (el padre es una figura menor) y el hecho de que las crisis de ambos coincidieran con la etapa adolescente, favoreció el éxito de sus tratamientos. Un pequeño conjunto de rasgos ilustra el grupo familiar:
Sandra tiene diecinueve años; guapa, morena y controlada, comenta el primer día: “Tengo mucha fiebre con exámenes, no puedo presentarme. Con estrés me pongo enferma.” Una mononucleosis le hizo perder curso, a ella se añadieron luego los siguientes síntomas: fatiga crónica, fiebre y terribles migrañas. Viene medicada con un antiepiléptico, un antidepresivo, un analgésico y un ansiolítico. “Siempre fui la fuerte, soy el referente de mi madre y de mi hermano. Hago teatro y voy a hacer biología. Estudié flauta travesera porque mi madre me hizo chantaje, lo que a mí me encantaba era el baile flamenco (desde pequeña). Odio la falsedad pero tengo más picardía que mi hermano. Me mentalizo, pienso que hay que olvidar y ya está, soy muy cerebral. Cuando tenía cinco años un profesor me castigó por mandona: o cambias o te hago la vida imposible, y cambié. Estuve en un internado seis años con una tutora terrible, las monjas eran una pesadilla. Tengo buenas amigas pero voy con gente mayor. Con los chicos no me dejo conocer, les veo más débiles; la relación más larga fue de dos meses.”
En nuestro primer encuentro, la madre de esta familia presenta –delante de su hija- su relación con el marido como de “camaradas sin sexo”. Se muestra “firmemente insegura”. Dos años de terapia le hicieron asumir sus “errores” como madre, se autocalifica de acomplejada, pero sienta cátedra. “A veces se angustia más que yo”, comenta Sandra. Esta mujer, la pequeña y más rebelde de tres hermanas, parece la reencarnación de su abuela (que obligaba a coser a la abuela de Sandra aunque no veía bien) por lo que iremos averiguando. Sienta cátedra, actúa, habla (cotilla), ríe, arrasa. “Nos pegaba y luego pedía perdón y ¡decía que la pegáramos nosotros!” – en una extraña relación simétrica, fuera de la habitual función materna-.“Hace dos años [coincidiendo con la muerte de la abuela materna] me enfadé mucho con ella, no puede vivir a través de nosotros.”
El padre de poco carácter tiene una úlcera “por tanto tragar”, dice Sandra. “Le veía poco, llegaba muy tarde por su trabajo. No hablamos, fuera de casa es más divertido, era el pequeño de cinco. Tiene una hermana con el genio del abuelo y un hijo esquizofrénico. Sobre la contenedora abuela paterna, la madre expresó: “Ella era la madre buena, yo la mala”. La nieta confirma el mucho tiempo que vivió con ellos, lo cariñosa que era y los muy buenos recuerdos que guarda, “decía las cosas sin molestar, dicen que me parezco”. Le da mucha rabia que no la dejaran verla muerta por tener once años. Al abuelo paterno no le conoció, “era tan cabezón que estuvo en un calabozo por un pronto”.
Mario, el hermano, tiene tres años más, toca el saxo, la guitarra y estudia informática. “Llegó cuando mis padres dejaron un tratamiento para tener hijos. Siempre tiene la razón. Es frío como mi madre y el protegido de mi padre. Mi madre le rechazaba porque le recordaba a su padre”. “Con catorce tuvo una crisis muy fuerte de esquizofrenia; tenía miedo de que me matara y me escapaba por la ventana. Coincidió con la muerte de la abuela, estuvo en tratamiento y hace cinco años que no toma nada y está bien. Yo no decía nada para protegerle de la gente; de ser la pequeña y admirarle pasé a ser la mayor y cuidarle.” [En el relato de la madre, fue una psicosis que les hizo pasar dos años de horror: “nos amenazaba muy violento, Sandra se tragó todo”.]
Rescatamos –cronológicamente- algunos comentarios de un año de tratamiento:
[Invierno]: Se me ocurrió de pronto que mi ansiedad por exámenes es por exigencia por los problemas de mi hermano. Para compensar a mi madre, si yo soy perfecta no lo hizo tan mal. Mi madre está demasiado presente. El frío me alivia el dolor de cabeza. Si quiero un abrazo en casa tengo que darlo yo. Bronca terrible con mi madre (leyó en mi diario dos cartas que le dirigía, dijo que estoy como mi hermano; en la primera me culpaba yo y pedía perdón, en la segunda al revés). Estoy mala otra vez. Mi madre dice que conmigo lo hizo bien, que no lo entiende. Crié a mi hermano [cariño/miedo/odio]; le vi en un video, mi madre decía pégame. En casa gobierna la locura. Cuando murió la abuela materna tuve que ayudar y me sentía culpable y lloraba y lloraba por no conocerla más. Mi “abuela” era la paterna, con el pelo muy blanco y rizado, de negro, con muletas, con muchos dolores. Le daba crema, masajes y me contaba historias de ella de pequeña, yo se lo pedía. Le hacía la merienda, natillas calientes, veíamos mil veces las películas de Disney, la novela “Lucecita”. Era muy graciosa, le cogía una rosa todos los días, le gustaban mucho; le regalé un tiesto de margaritas, crecieron y cambiaron mil veces de color. Sin un duro conseguía hacernos regalitos. Mi hermano, mi prima y yo fuimos los que más sentimos su muerte, creo que todavía no lo he asumido. Para mi hermano era su madre, la mía tenía celos de ella.[Primavera]: Fui al neurólogo por dolor de cabeza. Mi hermano culpó a mi madre de su enfermedad, él era más débil de carácter, yo más pícara. Al perder a mi abuela crecí de golpe y me adjudiqué carácter de adulto. Siempre fui el apoyo de mi madre, si no estoy se hunde la familia. Me levanté mal, con dolor de cabeza, cansada. Llevaba un mes sin salir, no soportaba el ruido. [Impotencia/bloqueo/dolor cabeza]. Los síntomas ahora coinciden con que volví a hablar con José. Mi madre es cabezona, dice que son los exámenes los que me enferman. Creo que me castigo a no dormir; mi madre me castigaba a dormir la siesta, me sentaba fatal. Ayer por la noche ella estaba limpiando los bajos de la cocina, esta mañana empecé a hacerlo yo. Perdono mucho sin dar importancia. Yo era gorda y mi hermano me picaba, decía que había monstruos; tenía pesadillas.
[Verano]: Estoy muy cansada. Hablé con José, no le entiendo, le tengo cariño, en el pueblo cae mal. Mi madre y mi hermano quieren mucho y hacen daño. A mi padre le despreciaba porque mi madre me protegía más, le veía inferior y él me rechazaba. La relación de mis padres cambió desde lo de mi hermano, antes discutían más. Cuando domino una relación deja de interesarme. Nací en febrero, como la abuela, como la flor del almendro, simboliza fuerza y valentía, la belleza efímera; me la tatué para recordarla y darme fuerza. Utilizo el cuerpo para defenderme y hacerme daño. El dolor de cabeza se acentuó cuando murió la abuela; en esa época hice una excursión con mononucleosis, luego fue lo de José. Mi padre se metía conmigo porque era incapaz de agredir a mi madre; cuando yo era pequeña sí era cariñoso. Mi madre se sentía rechazada, sus padres la criticaban, yo siempre la protegí para que nada la afectase. No pude tener adolescencia normal, me hicieron muy responsable, salvadora. [Se adivina la presencia de una responsabilidad precoz, que sabemos conduce a lo que Winnicott llamó falso Self]. Ocupé el lugar de mi padre, era guapo, alto; salía con otra cuando mi madre dio el primer paso, a él le gustó su fuerza. Tardaron en tener a mi hermano porque ella tenía una bacteria que mataba a los espermatozoides. Mi padre de bueno es tonto. Tengo mucha presión al hablar en casa, en seguida parece que traiciono a alguien; mi madre y mi hermano me meten en sus discusiones, son tan cabezones, es inaguantable. Ella es muy puñetera. Estoy agotada pero porque ¡lo he pasado genial! Mi abuela me enseñó a mostrar cariño, de niña mi padre también, me parezco más a la familia paterna. A mi padre le hemos creado su complejo de inferioridad, dice colocándose a la altura de la madre y olvidando su condición de hija. Quiero mi sitio de hija pequeña –exclama más tarde en un a modo de paradoja-.
Tuve un bajón porque estuve con un chico que me encantó y no veré más porque se va a Brasil. Bailé flamenco, es más mayor, ligón, me sentí torpe, tonta, ingenua, mantengo la virginidad porque quiero, espero una relación más estable. Estuve genial. Sobresaliente en selectividad. Antes de exámenes, una semana fatal con fiebre.
[Otoño]: Por fin me instalo en Madrid con amigas. Muy relajada y contenta en clase. Lo noto hasta físicamente. Me cuesta dormir más de cuatro horas desde el internado. Las compañeras se callaban, yo no, iba a clase enferma o no y me querían bajar los humos. En verano duermo hasta once horas. Voy al gimnasio, añoro el baile. En el fondo mi madre quería que me quedara en el pueblo; vuelven los dolores de cabeza, me afecta la regla. Si un chico viene en serio me alejo, los sositos no me atraen. El médico dice que el dolor de cabeza es crónico, el viernes tuve mareos. Mi madre no soporta que no la haga caso, ¡tiene tanto poder! Creo que a veces la sobrecoge y otras lo disfruta. Sólo tuve un día dolor de cabeza y me di cuenta que fue por estrés, ya pesco a tiempo los problemas. Mi padre nos veía como autoridad conjunta a mi madre y a mí.
Me lié con Pedro y dormimos juntos, muy bien, muy natural, es “salao”, inteligente. [primera relación sexual, probablemente la problemática esté sólo pseudorresuelta]. Me sirvió todo lo que vimos de mi madre, estaba relajada. Mi madre es muy burra al decir las cosas, ahora la sé callar y cambia. Cuanto más grande me hago más me quiere atar, le gusta quejarse con nosotros. Me voy a sacar el carnet de conducir. El curso que viene mi hermano vendrá a vivir conmigo, me apetece mucho. Me llevo mejor con mi padre, se alegra de verme.
En el mundo interno de Sandra hay cuatro objetos clave: madre, padre, abuelita y hermano. En segundo plano se dibujan los que modularon el hacer de estos cuatro (tíos y el resto de los abuelos). Primos, monjas y amigos completan el panorama.
La madre irradia congoja y sus hachazos defensivos caen inclementes sobre los hijos; es el negativo de la madre contenedora, ni elabora ni contiene la ansiedad de sus hijos, la incrementa con su propia angustia. Acapara a Sandra en la medida que puede y ésta recurre a la identificación narcisista, sustituto del objeto amoroso inexistente o todo lo más de escasa entidad, de forma que no puede superar este pseudovínculo a pesar -y por culpa de- el amor/odio que experimenta. “Toda alteración del proceso psicosomático refleja un trastorno subyacente más o menos intenso del narcisismo”, aserto aquí confirmado. La escisión se ofrece como salida, obviando la normal resolución del conflicto, como sería el caso de una neurosis bien mentalizada, y su dolorido cuerpo actúa lo que no alcanza a representar; el odio se vuelve hacia sí misma y el intercambio con la realidad es mediatizado por el cuerpo. La vuelta contra sí misma es un mecanismo primitivo que se alinea dentro de las maniobras preneuróticas.
Dos hermanos: uno es de la abuela y otro de la madre. El narcisismo de Mario tuvo también problemas para encontrar un equilibrio con la pertinente objetalidad, pero todo acontece un paso antes; el sistema madre-bebé resultó menos gratificante, la sombra del varón-padre reencarnado en el hijo dificultó la tarea de fluir una maternidad plena. Sandra accede a un nivel de organización psíquica mayor y el movimiento regresivo que provocan los bloqueos emocionales ante situaciones imposibles de remontar, se traduce en somatizaciones.
En Mario la negatividad, lo que no hubo, lo que nunca existió, lo que no accedió a ser, es la clave de su frágil estructura. La dificultad para encontrar un espejo en el que hallarse quedó compensada por la función contenedora de la abuela paterna con la que convivieron. En su caso, el delirio sistematizado, patológico pero plenamente psíquico, protegerá el equilibrio psicosomático.
Sandra saldrá adelante a través de la palabra aunque no se trate aún de una palabra plena; el análisis facilitó superar la ambivalencia con la madre y el acercamiento al padre (en el hermano la relación con la madre es divalente). Vive con sorpresa el conflicto edípico, se siente liberada e inicia con éxito el tránsito a la sexualidad genital. Elaborar la muerte de la abuela, la internalización de su vínculo, le da fuerza en sus enfrentamientos con la madre.
La crisis de Mario constituyó su duelo por la abuela-madre. Además, otra crisis, la adolescente, contribuyó a la confusión con un cuerpo desconocido y descontrolado. Ese estallido de rabia y miedo que consterna a toda la familia dejará un espacio vacío en el que poco a poco se reorganizan a través de la psicoterapia sus emociones.
PRESENCIAS EN EL CAMINO
El sistema madre- bebé es una unidad dual que, tras un corto espacio de tiempo, deviene relación madre-bebé, lugar de las primeras relaciones objetales formadoras del Self. Es el espacio de la diada, de las vivencias, que seguirá con sucesivas modificaciones hasta desembocar en la adquisición de experiencias en el proceso edípico, con la definitiva estructuración triádica en el niño de la que aquí no nos ocuparemos.
El bebé tiene necesidades, el sistema inicial también; lo que este precisa lo proporciona la función paterna, incluso antes de que aliente la individuación de los integrantes de la diada. La mirada del padre a “su” familia –eliminados los tintes envidiosos también presentes–, transmite seguridad; la madre puede abandonarse en el embelesamiento con la criatura, otras necesidades pierden relieve y quedan relegadas o depositadas en la pareja.
Sugerimos que ese inicio de función paterna se superpone con el efecto de la abuela materna sobre la diada con ciertos matices. La Ternura originaria la conmocionó a través del movimiento regresivo que describimos, la “posesión” de su niña fue real en un tiempo remoto en el que ambas fueron una: eso favorece la identificación y neutraliza la envidia.
Es obvio que conflictos no resueltos en ese vínculo llegan a resultar tan dañinos en este momento como contenedora la figura que venimos describiendo. Invasión o menosprecio pueden distraer energía a la joven madre para defenderse de la propia. Cabe considerar también ciertos sucesos fortuitos (muerte de un hijo, viudez…) como inhabilitadores de esa función, salvo que la propia abuela tenga suficiente conciencia de la situación como para respetar la distancia necesaria para ejercerla.
El padre ofrece espacio, guarece y separa; la abuela vela y transmite. Esta, fugazmente, y en una condensación onírica resultado de un movimiento regresivo de identificaciones –nos atreveríamos a añadir primarias–, encarna el bebé que fue, la madre que alumbró y la abuela espectadora del hecho presente.
La vulnerabilidad del nuevo grupo transforma, además, a su cercano entorno afectivo que se dispone a colaborar nutriéndose con la neófita emoción compartida.
Los ancestros incitan a Nicolaïdis a convocar en su investigación a los dioses griegos. “Casualmente”, las últimas lecturas de José Luis, nuestro escritor, antes de pensar en colaborar en este proyecto, le habían dejado anímicamente dolorido, según él mismo nos contó. No sólo ocurre en el terreno literario que el autor se incorpore, con más o menos conciencia de ello, en su obra; los tres grandes tiempos verbales sobredeterminan la acción cotidiana y el acontecimiento especial. En nuestro caso es claro que permitimos reflexivamente que se diera así, lo que restará, sin duda, objetividad a nuestros argumentos que gozarán a cambio de más frescura.
La modernidad arranca al hombre de la naturaleza y crea al individuo, separándole tanto del mundo como de su cuerpo, afirmó David Le Breton; al tiempo, lo más remoto de nuestra existencia humana sigue sin desentrañarse. En estos días se hizo público el descubrimiento de que la diferencia del Homo con el Neandertal, no reside en la técnica de sus instrumentos como se creía, sólo se explica por el momento, a través de la ausencia de simbolización en los últimos. ¿Caracterizaba al Neandertal el pensamiento operatorio? No lo creemos. El hombre en sus creencias, su lengua y su cultura acerca o aleja caprichosamente lo tangible de lo subjetivo, el alma del cuerpo; de esta forma, sucesos y enfermedades adquieren etiologías diversas en función del lugar y el tiempo en que acontecen.
Definir una nueva epistemología a través de la teoría de la complejidad es tarea en la que se encuentran muchos de los autores que nos acompañan en esta obra. Todo sin dejar de tener en cuenta significados simbólicos de culturas que mistificaron el vientre de la mujer preñada –unas para protegerle otras para protegerse de él–, ¡cuántas estatuillas de venus con vientres prominentes reclamaron maternidades! La violación del combatiente a hijas y mujeres del enemigo (sólo recientemente reconocida como crimen de guerra), encierra muchos simbolismos y tiene una antigua raigambre en la evolución de las especies.
Conforme gana mentalización el humano, muda su trato con los dioses: ofrendas de vírgenes o niños (preferiblemente), animales, frutos, oración… Incluso, como en Nepal escuchamos, hay quienes abandonan budismo o hinduismo por el cristianismo ya que este resulta más barato. El rechazo de las pulsiones ancladas en el cuerpo permite entender la tendencia social que divide en el organismo materia y psique; el retorno a la simbiosis, deseo primordial encarnado en la pulsión de muerte, no ceja en su batalla contra la subjetividad que nos hace sujetos únicos, aunque –eso sí–, reflejo de otros.
En una sociedad que sirve “hijos a la carta”, recordamos como contrapunto la emoción de Ayla, la joven protagonista Cromañón de El Clan del Oso Cavernario, cuando va trabando escenas que conducen a descubrir una de las fantasías originarias de todos los tiempos: de dónde vienen los niños. La concepción es el hecho más cotidiano y más trascendente a la vez que experimenta el humano y, por lo visto, cuenta –en lo imaginario– con más actores de lo que muestra la evidencia; son esas “tantas cubiertas afectivas” a las que alude nuestro título.
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