Algunas precisiones sobre la cadena simbólica en la psicosis
Para centrar el problema, abordaremos la cuestión en lo que concierne al grupo más específico de lo psicótico: la psicosis esquizofrénica. En efecto, es en estos cuadros donde podemos analizar con más precisión los obstáculos epistemológicos que pueden presentarse en relación con el acceso a lo simbólico. Partiendo del encuentro inicial observable, sensible pero no vivenciable, que tiene lugar entre el protosujeto en lo Real y con lo Real, hasta llegar al sujeto con el símbolo internalizado, veremos cómo las vicisitudes dinámicas son muy distintas si se trata de la evolución hacia la esquizofrenia o hacia la neurosis.
Observemos la etimología del concepto símbolo. En sus orígenes, este término proviene del griego sumbolon, que significa «signo de reconocimiento». Pero vayamos más allá, sumbolon era aquel objeto dividido en dos que, como señal de amistad, compartían dos huéspedes que lo transmitían a sus hijos a fin de que sus respectivas familias se reconociesen mediante él como amigas(1). Ciñéndonos a la mitología griega, conviene ver cómo la ganancia de lo simbólico conduce a una pérdida de la fusión; se puede ver claramente en la diferencia que existe entre los cultos apolíneos y dionisíacos.
Dicho de otro modo, el símbolo es la expresión de un vínculo entre algo manifiesto que remite a un latente por explicitar, la manifestación dinámica de lo incompleto(2) . Es una indicación hacia algo, aquello que no representa nada en sí mismo, sino con algo que no es necesariamente la otra mitad (simétrica), sino los elementos ocultos que le confieren estructura. Representa algo ausente que no se puede percibir ni expresar directamente, «esconde tanto como revela» (Cariyie).
Dejamos claramente de lado el concepto enquistado de símbolo en Jones (que aun percibiendo en él la metáfora no capta su sentido más profundo(3)) y el simbolismo arcaico –pre-lógico-, considerado como algo universal que se transmite a través de generaciones. Como expresaba A. Zemplini refiriéndose al complejo de Edipo: «si hay universalidad será solo formal». Hablamos de simbolismo sólo cuando lo simbolizado es inconsciente y hablar aquí de universalidad nos llevaría a otro aspecto, el inconsciente colectivo, para el que remitimos a otros trabajos de este simposio, ya que nos apartaría en exceso de nuestro tema.
El primer contacto con el exterior se establece por medio del primer sistema de señales: olfato y tacto. A través de la piel nos llegan las primeras percepciones y es el sentido del tacto uno de los grandes impulsores en la toma de conciencia de nuestros límites corporales(4). En la Psicosis, se necesita crear esos límites para evitar el efecto de muelle que hace que el psicótico perciba lo interno como exterior, pudiendo sentir por otra parte que lo que está más allá de sí mismo le incluye. Continuando la espiral evolutiva, llegamos al segundo sistema de señales: lo simbólico. En Freud surgirá como una superación de la novela familiar; mientras el «símbolo» siga discurriendo en el ámbito de esta última, pertenecerá a los proto-símbolos o pseudo-símbolos. No hay que olvidar que Freud, corrigiendo a Jung, opone lo simbólico a la fantasía y no lo simbólico a lo real como hace este último (correspondencia Freud-Jung).
El símbolo se constituye en el sujeto desde fuera del mismo, pero ¿desde dónde se produce ese encuentro? Lacan nos habla del DESEO (esto es, una carencia, una falta), como movilizador(5); M. Klein remite a la ANGUSTIA (surgida ante el querer destruir y el temor a ser destruido) que, a través de identificaciones proyectivas, dará paso a las ecuaciones simbólicas; mientras que para Winnicott es prolongando la ILUSIÓN que se tuvo con el vínculo materno a través del objeto transicional (primer símbolo), como se edificará toda la relación con el mundo exterior.
El sujeto ignora por qué simboliza, pero desde su instinto de autoconservación (libido del yo), irá forjándose la libido objetivada ligada al exterior.
La necesidad (encuentro entre un sujeto y un objeto imprescindible para el equilibrio biológico) abrirá camino a la demanda (relación entre el sujeto y el objeto amoroso intercambiable, no necesario), a partir de la que -provocada por la amenaza de angustia para el sujeto- se desarrollará la compulsión a la repetición que tomará distintas formas a través del deseo (relación del sujeto con la propia fantasía). El sujeto, impulsado por la necesidad, será capturado por el objeto; gradualmente, todo objeto externo poseerá su réplica interna. Poseer el símbolo, significa pertenecer al vínculo, carecer de él presupone la ausencia, lo vertiginoso, lo sin ocupar, la presencia actual que no remite a ningún acontecimiento pretérito, a ninguna historia, a ningún legado, es el reinado del presente.
Estas consideraciones nos trasladan inevitablemente a establecer un paralelo con la construcción del símbolo en la neurosis. En este caso, la experiencia siempre es referida a una trama o red (réseau) consistente, y lo de menos estriba en que esa trama sea traumática o no, ya que, a pesar de todo, la filiación es posible. En este sentido, cabe indicar que hasta lo traumático humaniza, de ahí el continuum que Freud establece constantemente entre neurosis y normalidad, atisbo que ya señala desde La interpretación de los sueños.
El trauma se puede presentar bajo tres aspectos distintos:
a) Como algo no puntual; secuencias de escenas que aisladas no tendrían ningún efecto, pero que repetidas y sin dejar al sujeto espacio para salir de ese círculo, impiden su desarrollo. Incluimos aquí los mensajes paradójicos y situaciones similares que provocan ese otro crecimiento parcelado, distorsionado, no exportable que es la psicosis.
b) Una sola escena que paraliza por un momento el natural devenir de la vida psíquica. Algo tan impactante como una violación o un accidente (real, que no puede ser simbolizado), según en qué circunstancias -en función de los afectos que se hallen en juego-, daría lugar a las «Neurosis traumáticas», al hacer que algo se desprenda del sujeto en el mundo simbólico que está integrando.
c) Y por fin, desde la «Teoría de la seducción», vislumbramos el trauma en todo su esplendor. Freud, saca a la luz el deseo que existe en la base de todo trauma. «Tu deseas algo que yo te hago». La escena, limitada al dominio de lo imaginario, resurgirá al avanzar la organización del sujeto en torno a una ley, se reintegra el pasado y pone en función el juego de los símbolos. Es la «Prägung» (acuñación del acontecimiento traumático) que Freud presenta en El hombre de los lobos. Su dimensión fantasmática es mucho más importante que su dimensión como acontecimiento real. Podríamos hablar de una represión simbólica que acompañará a la acuñación simbólica. Situamos aquí el campo de las neurosis.
En efecto, lo traumático (ciñéndonos al apartado «c»), implica que un suceso detiene el destino final de las pulsiones, nos hace ver que el cumplimiento del deseo es imposible; pero lo traumático a la vez muestra la pujanza de las pulsiones en todo su esplendor, su inherente capacidad de transgredir, su característica inapelable de entrar en alguna clase de conflicto con el Superyó, con lo legal, con la palabra acabada. En el trauma hay crecimiento porque la condición humana está inextricablemente ligada a la dialéctica de la neurosis. El trauma es un «desarrollo» desde la estricta fenomenología; en él se da la condición necesaria y suficiente para el acceso a lo simbólico. Ambos pedazos del símbolo están ahí, eso sí, velados, ocultos (caches); entre ellos media la distancia de la escena infantil -los recuerdos encubridores- y, acaso, el síntoma. Pero síntoma y escena infantil se pueden constituir en símbolo –sumbolon-. Son elementos cuya potencialidad es devenir en símbolo, y todo ello dentro del sujeto, porque la escena traumática fue una escena de intercambio internalizado donde la violencia y lo perverso en su encuentro, podían permitir el reconocimiento y la separación del sujeto y del otro, donde el tercero, como instancia legal sancionaba edípicamente (metapersonal-mente) ese encuentro con el emblema de lo prohibido, de lo externo, obligando a suprimir (réprimer, Unterdrückt), reprimir (refouler, Verlangt) y sepultar la escena acontecida y sujetar las pulsiones que remiten hacia el objeto prohibido (interdit). Vemos que el símbolo da cuenta de las relaciones entre los elementos de la primera tópica.
Si proseguimos con nuestras reflexiones observaremos que como Francois Grolleron señala cómo a la consistencia del símbolo, se le opone lo inasible de lo diabólico. Si nos detenemos en esta palabra, vemos que se compone de «día = separación» y el verbo «bailo = arrojar» (lancer). Diabólico quiere decir literalmente «lo desunido» y, naturalmente, «diablo = lo que desune». Por extensión, este término ha adquirido la categoría de sujeto: «el diablo = quien desune o dispersa».
En la esquizofrenia podemos decir sin temor a dudas y remontándonos al origen del discurso, que late lo diabólico como opuesto a lo simbólico (no olvidemos que el prefijo «sun» denota lo que une (en-semble). El esquizofrénico está poseído por lo diabólico, vive lo diabólico y termina por ser lo diabólico; escindido en sí mismo (clivage du moi) y en el objeto (clivage de 1’objet). A diferencia del espacio de la neurosis, en lo diabólico falta el vínculo y en su lugar reinan experiencias que remiten a ausencias (trou), falta la condición imprescindible para el vínculo hacedor de símbolos.
Parafraseando a Freud, si el histérico sufre de reminiscencias (Erinnerung), el esquizofrénico sufre de silencios. La reminiscencia que en el neurótico permite acceder al símbolo, se presenta como ausencia en el psicótico; el suceso presente sólo es referible al silencio del pasado. Se construye un mundo alrededor de un vacío. Podemos ver esto reflejado en expresiones como: «He perdido la paranoia y no sé dónde agarrarme, no sé quién soy», «soy un montón de ideas pero no existo», o el caso de C. que decía ser un «niño burbuja, si me comunico muero».
¿Cómo establecer entonces la dialéctica entre pulsión y deseo? Diríamos que el esquizofrénico es entendible desde lo económico, pero resulta un sujeto amputado desde lo estructural: participa inexorablemente de lo Real, colma los silencios con su imaginario y, a través de una dialéctica disminuida, accede al «pseudo-sumbolon», a la falsa reunión. Esto conduce a plantearnos una segunda reflexión: para el observador, el esquizofrénico parece utilizar en ocasiones su discurso en un nivel simbólico; ello es especialmente evidente en los períodos no manifiestos de su enfermedad. Durante estas épocas, diríase que participa del lenguaje consensual, parecería que se remite a ese tercero verbal capaz de triangular nuestra relación con él. Por ejemplo, parecería evidente el significado de este comentario: «masturbarme es algo cálido, me gustaría que entrara en una mujer y se embarazara…», pero si seguimos escuchando, la frase concluye: «para que se convirtiera en algo semejante a mí». Esta segunda parte ya es fiel reflejo del autoerotismo en el que todo ser exterior es investido libidinalmente en la medida que es un imaginario de sí mismo. En otro caso, escuché: «te he embarazado con mi palabra», lo cual no significa lo mismo desde un adulto que lo utiliza como metáfora, que desde el esquizofrénico para quien la palabra es un objeto concreto y tangible.
En cierto modo, lo que en realidad sucede es algo similar a lo que acontecía a los fariseos de la Biblia: observancia formal, ignorancia del fondo («gonsc-desconocer»). La subjetivación está maltrecha, la experiencia incapaz de remitirse a las escenas originarias para constituirse en símbolo, son enviadas a lo imaginario para devenir en pseudo-símbolo.
Un paciente, ya objetivado su vacío pasado, fue capaz de expresar:
«Mi madre nos ha cegado para algo, cuando descubra que es, daré un paso de gigante». Lo firme está fuera, lo movedizo dentro, he aquí la presencia fáctica de lo diabólico. Lo imaginario cambia merced a la proyección-introyección y repudio (forclusión, Verwerfung, déni), como otros tantos paradigmas de escenas no compartidas, vividas en el aislamiento imaginario que surge como oferta nutricia para el «agujero» del silencio de la relación, de la ausencia del otro en aquel preciso instante en que hubiere sido necesario para traumatizar. Sirva a modo de ejemplo la escena ocurrida a un paciente esquizofrénico cuando contaba dos años y medio de edad, al poco tiempo de nacer su hermana: «Estaba mi hermana en la cuna, cogí unas grandes tijeras y se las quería clavar. Mi madre me vio, se rió. No hizo más. Me sentí del todo impotente».
De esta forma, un esquizofrénico, desde la delgada capa de la realidad sostenida precariamente por lo imaginario, puede intercalar relaciones formales tales como «siéntate», «ven aquí», etc. Puede saber también qué es un triángulo o el Teorema de Malfatti, pero el vínculo entre realidad e imaginario no puede sustituir al vínculo entre real-realidad e imaginario.
Por otra parte, su rica producción imaginaria puede adoptar fenomenológicamente la apariencia de realidad compartida; la palabra dicha con raíces autoeróticas (autistas) puede ser vivida por el otro de la relación como ese más allá de los dos constituido por lo legal, lo que a fin de cuentas no es otra cosa que el investimiento con el que el sujeto neurótico recubre la ausencia de realidad compartida desde el psicótico. Así, cuando la familia de H. descubre una nota en la que dice querer un hijo de su cuñada, la familia entera se nos echa encima hablándome de la terrible perversión, cuando lo que intentaba conseguir el paciente, según sus propias palabras, era «ser reconocido como adulto».
A través de lo observado en nuestra práctica clínica, veamos la evolución de un grupo de psicóticos (al margen de los distintos espacios de contención que contribuyen a reforzar lo trabajado en el campo terapéutico) como situación correctora de los vínculos iniciales que les condujeron a su estado actual de vacíos simbólicos. Cada paciente tiene su historia de análisis individual que continuará paralelamente al resto de las actividades planteadas. Resulta interesante en un primer momento la uniformidad de reacciones en estos pacientes: al margen de las barreras autoeróticas que hubieran conseguido vencer con su analista, sea este miembro o no del equipo terapéutico, vuelven a rearmarse de cara al nuevo espacio; solo más adelante encontraremos la búsqueda de alianzas que se daría en una situación similar con neuróticos.
Sírvanos a modo de guía simplificada estos sencillos esquemas:
Siendo: ET, el equipo terapéutico.
T1, T2, T3, los integrantes del mismo.
A, B, C, D, E, los pacientes.
La situación de la que hablábamos, queda reflejada en (S1). Cada integrante necesita un tiempo distinto para ir venciendo desconfianzas, encontrar su espacio físico, su postura estratégica, acomodar «el nuevo útero» en que se envuelve. Una vez conseguido esto, empiezan a crearse fisuras.
Pasamos al esquema (S2): primeras relaciones diádicas en el grupo (al margen del tercero fantasmagórico), que no necesariamente establecen con su analista individual, aunque forme parte del ET. La oralidad -presente a lo largo de todas las etapas- se nos muestra con especial intensidad; «A», buscador de objetos incansable, pleno de objetos bizarros(6), encuentra en «T1» la estabilidad que le permitirá ir creando sus primeras representaciones, agrupando ritmos afectivos no verbalizados. Es la relación con el objeto parcial, sin ligazones mnésicas. Si «T1» faltara, según en el momento en que se encuentre «A», retrocederá a (S1) o dará un salto cualitativo a (S3) en la medida en que haya introyectado la fase anterior.
Todavía el resto de los componentes del grupo, son extraños con los que se intercambian mensajes en una sola dirección; no hay diálogo, no se espera una respuesta del otro, pero «el tercero» empieza a percibirse en la figura del resto de los terapeutas; son los escarceos con lo edípico. «T1» y «T2» se relacionan al margen de mí, «A». El ET se convierte en el objeto ideal, hiperinvestido libidinalmente, espejo de posibles identificaciones que van organizando más consistentemente al sujeto.
Con la toma de conciencia de que el ET permanece, el campo relacional puede seguirse ampliando y -esquema (S4)- el objeto empieza a percibirse como total, descargado de omnipotencia. El resto de los participantes se ven como pares, es la aparición de «lo frátrico» en el grupo. Todavía la comunicación no se establece directamente, pasa en gran medida a través de los terapeutas. Situación privilegiada la que nos ofrece el grupo para trabajar este campo (vínculos entre hermanos) tan importante y a veces infravalorado.
En algo se hermanan los pacientes en este espacio, en torno a los «nuevos padres» fiables, contenedores de la angustia que les provocan sus intentos de acercamiento (incluyendo lo corporal) y agresividades que, desmitificadas, se revelan además como grandes temores; temores que poco a poco van desvaneciéndose al comprobar una y otra vez la posible creación de nuevas relaciones, lo que contribuirá a la totalización del objeto (ver S5), primer propiciador de los símbolos más elementales. La experiencia va tejiendo la trama en la que se toma conciencia de los antecedentes y las consecuencias de una acción; lo troceado, tímidamente, empieza a unir sus contornos.
En el triángulo surge el símbolo, el pseudo-símbolo en cambio, es un remedo, una carencia, un agujero que insaciablemente se tiende a colmar desde el exterior ficticio o desde la interioridad fantaseada en ausencia de experiencias originarias fundantes. El pseudo-símbolo es lo que nosotros llamamos «símbolo interno»; representa un intento positivo de crecimiento en la personalidad, bien es cierto que por la vía psicótica y no un simple deterioro o una desestructuración como algunos quieren ver; se trata de hecho de una paraestructura, de la estructura posible a partir de unos elementos distintos o, por mejor decir, más escasos en número que los que posee la estructura de la personalidad neurótica. La ausencia o la utilización «como si» de mecanismos de defensa secundarios en la psicosis esquizofrénica, viene dada precisamente por la carencia en último extremo de la reunión final de los trozos que juntos devienen en símbolo y que, por consecuencia, proporcionan una historia con su sentido y significado propios.
Notas al pie
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Marie Balmary, L’homme aux statues Grasset, Paris 1979.
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E. Jeddi, nos habla de estos dos aspectos como el «ey» (lo dado), y el «chard» (lo que emerge para ser dado).
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Para pasar de la identificación sobre la base de los factores afectivos al símbolo, es necesaria la represión del término simbolizado, lo cual distingue al símbolo de la simple comparación o metáfora.
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Remito a distintos autores que han subrayado en este Simposio la importancia del sentido del tacto como elemento totalizador en el ser humano: Ya, J. P. Abribat nos hizo jugar con la «mère mer» (¡a veces «amer» -amarga-!). Y. Houdas, habló de cómo calor y humedad influyen en nosotros; con O. Chaouch recorrimos la subjetividad del dolor relacionándola con la efectividad; C. Sterlin contempla la manera de modelar la energía del cuerpo, mientras que con J. Guyotat, percibimos lo sensorial siempre presente bajo lo racional. K. Besbes nos habló del cáncer, ese cuerpo troceado que, como decía N. Caparrós, el narcisismo quiere unir de nuevo. Para A- Tatossian, la primera paradoja es que un hombre se confunde con su cuerpo y, por último, E.Jeddi trabaja sobre el factor termo-tactil como base de la organización biológica y cultural.
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La muerte (compulsión a la repetición) ligaría deseos a huellas mnémicas dando lugar a la vida (lo simbólico).
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Objetos internos fraccionados, exportados al exterior que vuelven a introyectarse con partes de ese exterior (Bion).